A finales de la década de los cincuenta y hasta bien entrados los años setenta, una pequeña productora británica convulsionó el cine de terror de la época. Hasta ese momento, las películas de terror que hacían temblar de miedo a medio mundo eran producciones de serie B, filmadas en blanco y negro en la RKO y auspiciadas por el legendario productor Val Lewton que buceaban en los recovecos de la mente humana a través de sutiles y complejas disertaciones de la mecánica de los fantasmas, sobre todo, de los fantasmas interiores. Lo que los estudios ingleses Hammer Films hicieron en los cincuenta, sesenta y parte de los setenta fue popularizar el género a través del cine en color y utilizando a los monstruos clásicos de la literatura universal como reclamo popular. Primero fue La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein; 1957), a ésta le siguió Drácula (Horror of Dracula; 1957) y después vinieron La momia (The Mummy; 1959), Las dos caras del doctor Jekyll (The Two Faces of Dr. Jekyll; 1960 ) La maldición del hombre lobo (The Curse of the Werewolf; 1961), El fantasma de la ópera (The Phantom of the Opera; 1962) –no por casualidad todas del director Terence Fisher- y un sinfín de secuelas y sucedáneos –del propio Fisher y otros cineastas en nómina de la Hammer- que marcaron a toda una generación y que con el paso de los años, han ido creando auténticas legiones de fans en todo el mundo.
Aquellas películas eran en su superficie sencillas. Utilizaban los grandes clásicos como resortes para hablar de cosas más complejas pero nadie se perdía ante sus simplificadas situaciones y sus tipificados personajes. Insisto, todo en la superficie, porque lo cierto es que hoy es de dominio público que la Hammer trastocó el género y muy especialmente a los monstruos clásicos del terror desarrollando sus esencias y en ocasiones, hasta explotando caminos sólo apuntados en las obras literarias que las originaron.
En aquellas películas de terror clásico y a la vez, de fondo vanguardista, había un elemento que película tras película hacía acto de presencia en todas y cada una de sus tramas. A veces era un mero punto de transición, otras un punto de inflexión, pero en todos lo casos un significativo lugar de encuentro entre personajes; las tabernas. Posiblemente no existe un cine de terror que más y de forma más repetida haya dependido de un entorno tan específico como una taberna. Como siempre en la Hammer, con un presupuesto muy ajustado, las tabernas de las películas de la productora británica eran lugares sospechosamente parecidos, en esencia fríos, con muy pocos adornos y escaso ornamento y sí en cambio repletos de gente, por lo general, con una pinta de cerveza en la mano, una copa de vino o un coñac. Como hemos aprendido todos los amantes del cine, no hay nada mejor para el frío que un coñac, y más frío que en una aislada campiña inglesa debe ser difícil encontrar por debajo de los círculos polares.
En las tabernas de la Hammer era muy extraño encontrar algo de comida, como buena productora inglesa que era, la cuestión gastronómica era un asunto a tratar en otros entornos, un restaurante, un buffet tal vez, pero no en una taberna. Como aquellas películas se desarrollaban, por lo general, en pequeños pueblecillos casi anacrónicos situados en lugares indeterminados de una hipotética Europa impregnada por los temores de la superstición, las tabernas de la Hammer solían ser lugares estrechos, no muy grandes, pero lo suficientemente amplios como para dar cabida a una decena de lugareños sedientos, fundamentalmente de cerveza. A veces también, aquellas tabernas servían de trascendentales puntos de encuentro social como en Las novias de Drácula (The Brides of Dracula; Terence Fisher, 1960), en cuya taberna se sitúa el féretro y tiene lugar el velatorio de una de las víctimas de un temible y seductor vampiro (en la imagen). Pero por lo general las tabernas Hammer eran lugares en los que los personajes se encontraban con otros que los conducían al siguiente nivel dramático del film. Una de esas tabernas podía ser perfectamente el lugar idóneo para que un aguerrido Abraham Van Helsing, encontrara la información necesaria para acercarse un poco más al temido conde Drácula.
Y si las tabernas eran unos lugares de inusitado interés en las películas de terror de la Hammer, los taberneros y especialmente, las taberneras lo eran todavía más. Generalmente, el tabernero solía ser un tipo con problemas de peso o demasiado viejo como para llamar la atención de ningún vampiro, solían ser personajes idóneos para sonsacar y sacar algo de información o directamente sobornar. Cosa bien distinta era sin duda, las taberneras. Por lo general se trataba de chicas jóvenes, con escotes importantes, que se movían con soltura entre la jauría de clientes que pasaban el tiempo entre pinta y pinta e insisto, sin rastro de un miserable chusco de pan sobre la mesa. Estas profesionales de la barra y la cerveza era una cuestión bien distinta. No ha sido la primera tabernera que ha caído bajo las fauces de Drácula o que, como en Drácula vuelve de la tumba (Dracula Has Risen form the Graven; Freddie Francis, 1968), utiliza su bodega como refugio para el vampiro y la propia tabernera como apoyo para sus maléficos planes de horror y sangre.
Hay en este sentido un caso curioso de tabernera singular, la que aparece en Frankenstein creó a la mujer (Frankenstein Created Woman; Terence Fisher, 1967), una camarera con el rostro parcialmente desfigurado que es ocultada por su padre en la cocina del bar para no espantar a los visitantes que acuden allí con el gaznate seco. Hay de hecho en esa misma película un momento crucial en la taberna, cuando un engreído aristócrata descubre a la hija desfigurada y se ríe de ella, el amante de la joven se enfrentará a él y éste caerá sobre una mesa con varias copas de vino, derramándolas y creando la impresión visual de sangre que brota del pecho del personaje, anticipando así su muerte, como de hecho ocurrirá poco después.
Resulta obvio por tanto que sin las tabernas, el cine de terror de culto de la Hammer no sería el que hoy conocemos, admiramos y perseguimos como coleccionistas. Sin las tabernas, Van Helsing no habría tenido a quien sobornar, Drácula hubiera gozado sin duda, de un menú mucho menos variado y Frankenstein no hubiera tenido demasiada materia prima de la que partir. Pocos se han percatado de este detalle, pero el cine de terror hecho en la Hammer Films en los cincuenta y sesenta, no hubiera sido el mismo sin el calor de una taberna cargada de humo y el sabor de una rebosante pinta de cerveza.